“El hombre está totalmente loco. No sabría cómo crear un gusano, y crea dioses por docenas”.
(Montaigne.)
“Toda mitología supera, domina y transforma las fuerzas de la naturaleza en la imaginación y mediante la imaginación; por lo tanto desaparece con la llegada de la auténtica dominación sobre ellas”.
(Marx.)
Los animales no tienen religión y, en el pasado, se decía que esto constituía la principal diferencia entre humanos y “brutos”. Pero eso es sólo otra forma de decir que únicamente los seres humanos poseen conciencia en el sentido pleno de la palabra. En los últimos años ha habido una reacción contra la idea del Hombre como Creación única y especial. Indudablemente esto es correcto en el sentido de que los humanos evolucionaron de los animales y, en muchos aspectos, siguen siendo animales. No sólo compartimos muchas de las funciones corporales con otros animales, sino que la diferencia genética entre humanos y chimpancés es menor del dos por ciento. He aquí una respuesta devastadora a las tonterías de los creacionistas.
Las últimas investigaciones con los chimpancés bonobos han demostrado fuera de toda duda que los primates más afines a los humanos son capaces de un nivel de actividad mental similar en algunos aspectos al de un niño. Esto demuestra claramente el parentesco entre seres humanos y los primates más superiores, pero aquí la analogía empieza a resquebrajarse. Pese a todos los esfuerzos de los experimentadores, los bonobos cautivos no han sido capaces de hablar ni labrar una herramienta de piedra remotamente similar a los utensilios más simples creados por los homínidos primitivos. La diferencia genética del dos por ciento que separa a los humanos de los chimpancés marca el salto cualitativo del animal al humano. Esto se logró no por obra y gracia de un Creador, sino por el desarrollo del cerebro a través del trabajo manual.
La destreza para hacer incluso las herramientas de piedra más simples implica un nivel muy alto de habilidad mental y pensamiento abstracto. El poder seleccionar la piedra correcta rechazando otras, elegir el ángulo correcto para golpear y usar la cantidad de fuerza precisa, estas son acciones intelectuales altamente complicadas. Requieren un grado de planificación y previsión que no se encuentra ni en los primates más avanzados. No obstante, el uso y la manufactura de herramientas de piedra no fue el resultado de una planificación consciente, sino algo impuesto a los ancestros del hombre por necesidad. No fue la conciencia la que creó la humanidad, sino las condiciones necesarias para la existencia humana que condujeron a un cerebro más grande, al habla y a la cultura, incluida la religión.
La necesidad de entender el mundo estaba estrechamente vinculada a la necesidad de sobrevivir. Aquellos homínidos primitivos que descubrieron el uso de raspadores de piedra para descuartizar animales muertos con pieles gruesas obtuvieron una considerable ventaja sobre aquellos que no tuvieron acceso a esta fuente abundante de grasas y proteínas. Los que perfeccionaron sus herramientas de piedra y descubrieron los mejores yacimientos tuvieron más posibilidades de sobrevivir que los que no lo hicieron. Con el desarrollo de la técnica vino la expansión de la mente y la necesidad de explicar los fenómenos naturales que gobernaban sus vidas. A través de millones de años, mediante aproximaciones sucesivas, nuestros antepasados comenzaron a establecer ciertas relaciones entre las cosas. Empezaron a hacer abstracciones, esto es, a generalizar a partir de la experiencia y de la práctica.
Durante siglos, la cuestión central de la filosofía ha sido la relación entre el pensamiento y el ser. La mayoría de las personas pasan sus vidas felizmente sin siquiera contemplar este problema. Piensan y actúan, hablan y trabajan sin la menor dificultad. Más aún, ni se les ocurriría considerar incompatibles las dos actividades humanas más básicas, que en la práctica son inseparables. Si excluimos reacciones simples biológicamente determinadas, incluso la acción más elemental exige un cierto grado de pensamiento. En cierto modo, esto es verdad no sólo en el ámbito humano sino también en el animal (pensemos en un gato apostado en espera de un ratón). No obstante, el tipo de pensamiento y planificación en el hombre tiene un carácter cualitativamente superior que cualquiera de las actividades mentales de incluso los simios más avanzados.
Este hecho está estrechamente vinculado a la capacidad del pensamiento abstracto, que permite a los humanos ir mucho más allá de la situación inmediata dada por nuestros sentidos. Podemos imaginar situaciones, no sólo en el pasado (los animales también tienen memoria, como el perro, que tiembla a la vista de un garrote) sino también en el futuro. Podemos predecir situaciones complejas, planificar y, así, determinar el resultado y, hasta cierto punto, controlar nuestros destinos. Aunque normalmente no pensamos en ello, esto representa una conquista colosal que separa a la humanidad del resto de la naturaleza. “Lo típico del razonamiento humano”, dice el profesor Gordon Childe, “es que puede ir muchísimo más lejos de la situación actual, presente, que el razonamiento de cualquier otro animal”.6 De esta capacidad nacen todas las múltiples creaciones de la civilización, la cultura, el arte, la música, la literatura, la ciencia, la filosofía, la religión. También damos por supuesto que todo esto no cae del cielo, sino que es el producto de millones de años de desarrollo.
El filósofo griego Anaxágoras (500-428 a. de J. C.), en una deducción brillante, afirmó que el desarrollo mental del hombre dependía de la emancipación de las manos. Engels, en su importante artículo El papel del trabajo en la transición del mono al hombre, demostró la forma exacta en que se logró esta transición. Demostró que la postura vertical, la liberación de las manos para el trabajo, la forma de la mano con el pulgar opuesto a los otros dedos de forma que permitía agarrar… fueron las precondiciones fisiológicas para la manufactura de herramientas, que a su vez fue el principal estímulo para el desarrollo del cerebro. Incluso el habla, que es inseparable del pensamiento, surge de las exigencias de la producción social, la necesidad de realizar funciones complicadas por la vía de la cooperación. Estas teorías de Engels se han visto confirmadas brillantemente por los últimos descubrimientos de la paleontología, que demuestran que los simios homínidos aparecieron en África bastante antes de lo que se había pensado previamente, y que tenían cerebros no más grandes que los de un chimpancé moderno. Es decir, el desarrollo del cerebro vino después de la producción de herramientas y como consecuencia de la misma. Así, no es verdad que “En el principio la Palabra existía”, sino en frase del poeta alemán Goethe “En el principio el Hecho existía”.
La habilidad de engarzarse en pensamientos abstractos es inseparable del habla. El célebre prehistoriador Gordon Childe comenta:
“El razonamiento y todo lo que podemos llamar pensamiento, inclusive el del chimpancé, hace intervenir en las operaciones mentales lo que los psicólogos llaman imágenes. Una imagen visual, la representación mental de una banana, por ejemplo, ha de ser siempre la representación de una banana determinada en un conjunto determinado. Una palabra, por el contrario, según lo explicado, es más general y abstracta, pues ha eliminado precisamente esos rasgos accidentales que dan individualidad a cualquier banana real. Las imágenes mentales de las palabras (representaciones del sonido o de los movimientos musculares que intervienen en su pronunciación) constituyen ‘fichas’ muy cómodas en el proceso del pensamiento. El pensar con su ayuda posee necesariamente esa cualidad de abstracción y generalidad que parece faltar en el pensamiento animal. Los hombres pueden pensar, lo mismo que hablar, sobre la clase de objetos llamados ‘bananas’; el chimpancé nunca va más allá de: ‘esa banana en ese tubo’. De tal suerte el instrumento social denominado lenguaje ha contribuido a lo que se denomina con grandilocuencia ‘la emancipación del hombre de la esclavitud de lo concreto’”.7
Los humanos primitivos, después de un largo período de tiempo, formaron la idea general de, por ejemplo, una planta o un animal. Esto surgió de la observación concreta de muchas plantas y animales particulares. Pero cuando llegamos al concepto general de “planta”, ya no vemos delante de nosotros esta o aquella flor o arbusto, sino lo que es común a todos ellos. Comprendemos la esencia de una planta, su ser interior. Comparado con esto, los rasgos peculiares de plantas individuales parecen secundarios e inestables. Lo que es permanente y universal está contenido en la concepción general. Jamás podemos ver una planta como tal, opuesta a flores y arbustos particulares. Es una abstracción de la mente. Sin embargo, es una expresión más profunda y verdadera de lo que es esencial a la naturaleza de la planta, cuando se la despoja de todos los rasgos secundarios.
No obstante, las abstracciones de los humanos primitivos distan mucho de tener un carácter científico. Eran exploraciones tentativas, como las impresiones de un niño: suposiciones e hipótesis, a veces incorrectas, pero siempre audaces e imaginativas. Para nuestros antepasados remotos, el sol era un ser supremo que unas veces les calentaba y otras les quemaba. La tierra era un gigante adormecido. El fuego era un animal feroz que les mordía cuando lo tocaban. Los humanos primitivos experimentaron los truenos y los relámpagos. Esto les habrá asustado, como todavía hoy asusta a los animales y a las personas. Pero, a diferencia de los animales, los humanos buscaron una explicación general del fenómeno. Dada la ausencia de cualquier conocimiento científico, la explicación era, inevitablemente, una sobrenatural: algún dios golpeando un yunque con su martillo. Para nosotros, semejantes explicaciones resultan simplemente divertidas, como las explicaciones ingenuas de los niños. No obstante, en ese período eran hipótesis extraordinariamente importantes —un intento de encontrar una causa racional para el fenómeno, distinguiendo entre la experiencia inmediata y lo que había detrás de ella—.
La forma más característica de las religiones primitivas es el animismo —la noción de que todo objeto, animado o inanimado, posee un espíritu—. Vemos el mismo tipo de reacción en un niño cuando pega a una mesa contra la que se ha golpeado la cabeza. De la misma manera, los humanos primitivos y ciertas tribus de hoy piden perdón a un árbol antes de talarlo. El animismo pertenece a un período en que la humanidad aún no se había separado plenamente del mundo animal y de la naturaleza. La proximidad de los humanos al mundo de los animales está demostrada por la frescura y belleza del arte rupestre, donde los caballos, ciervos y bisontes están pintados con una naturalidad que ningún artista moderno es capaz de lograr. Se trata de la infancia de la raza humana, que ha desaparecido y nunca volverá. Tan sólo podemos imaginar la psicología de nuestros antepasados remotos. Pero mediante una combinación de los descubrimientos de la paleontología y la antropología es posible reconstruir, por lo menos a grandes rasgos, el mundo del que hemos surgido.
En su estudio antropológico clásico de los orígenes de la magia y la religión, Sir James Frazer escribe:
“El salvaje concibe con dificultad la distinción entre lo natural y lo sobrenatural, comúnmente aceptada por los pueblos ya más avanzados. Para él, el mundo está funcionando en gran parte merced a ciertos agentes sobrenaturales que son seres personales que actúan por impulsos y motivos semejantes a los suyos propios y, como él, propensos a modificarlos por apelaciones a su piedad, a sus deseos y temores. En un mundo así concebido no ve limitaciones a su poder de influir sobre el curso de los acontecimientos en beneficio propio. Las oraciones, promesas o amenazas a los dioses pueden asegurarle buen tiempo y abundantes cosechas; y si aconteciera, como muchas veces se ha creído, que un dios llegara a encarnarse en su misma persona, ya no necesitaría apelar a seres más altos. Él, el propio salvaje, posee en sí mismo todos los poderes necesarios para acrecentar su propio bienestar y el de su prójimo”.
La noción de que el alma existe separada y aparte del cuerpo viene directamente de los tiempos más remotos del salvajismo. El origen de esta idea es evidente. Cuando dormimos, el alma parece abandonar el cuerpo y vagar en nuestros sueños. Por extensión, la similitud entre la muerte y el sueño (“gemelo de la muerte” como lo llamó Shakespeare) sugiere la idea de que el alma podría seguir existiendo después de la muerte. Así fue como los humanos primitivos concluyeron que había algo dentro de ellos que estaba separado de sus cuerpos. Este es el alma, que manda sobre el cuerpo y puede hacer todo tipo de cosas increíbles, incluso cuando el cuerpo está dormido. También observaron cómo palabras llenas de sabiduría provenían de las bocas de los ancianos y concluyeron que, mientras que el cuerpo perece, el alma sigue viviendo. Para gente acostumbrada a la idea de la migración, la muerte era vista como la migración del alma, la cual necesitaba comida y utensilios para el viaje.
Al principio estos espíritus no tenían una morada fija. Simplemente erraban, la mayoría de las veces causando molestias, lo cual obligaba a los vivientes a hacer todo lo que podían por deshacerse de ellos. He aquí el origen de las ceremonias religiosas. Finalmente, surgió la idea de que mediante la oración podría conseguirse la ayuda de estos espíritus. En esta etapa, la religión (magia), el arte y la ciencia no se diferenciaban. No teniendo los medios para conseguir un auténtico poder sobre el medio ambiente, los humanos primitivos intentaron obtener sus fines por medio de una relación mágica con la naturaleza y, así, someterla a su voluntad.
La actitud de los humanos primitivos hacia sus dioses-espíritus y fetiches era bastante práctica. La intención de los rezos era obtener resultados. Un hombre haría una imagen con sus propias manos y se postraría ante ella. Pero si no conseguía el resultado deseado, la maldecía y la golpeaba, para obtener mediante la violencia lo que no consiguió con súplicas. En este mundo extraño de sueños y fantasmas, este mundo de religión, la mente primitiva veía cada acontecimiento como la obra de espíritus invisibles. Cada arbusto y riachuelo eran una criatura viviente, amistosa u hostil. Cada suceso fortuito, cada sueño, dolor o sensación, estaba causado por un espíritu. Las explicaciones religiosas llenaban el vacío que dejaba la falta de conocimiento de las leyes de la naturaleza. Incluso la muerte no era vista como un evento natural, sino como el resultado de alguna ofensa causada a los dioses.
Durante la mayor parte de la existencia de la raza humana, las mentes de los hombres y las mujeres han estado llenas de este tipo de cosas. Y no sólo en lo que a la gente le gusta considerar como sociedades primitivas. El mismo tipo de creencias supersticiosas continúan existiendo hoy por hoy, aunque con diferente disfraz. Bajo la fina capa de la civilización se esconden tendencias e ideas irracionales primitivas que tienen su raíz en un pasado remoto que ha sido medio olvidado, pero que no está todavía superado. Tampoco estarán desarraigadas definitivamente de la conciencia humana hasta que los hombres y las mujeres establezcan un firme control sobre sus condiciones de existencia.