Tras la feliz noticia de que, finalmente y luego de seis años de aprobada la Constitución de Montecristi, la unión de hecho se reconozca como estado civil, me senté un rato a disfrutar de la opinión popular, esta vez expresada a través de la página de Facebook del diario El Comercio.
Ya involucrado en la conversación, noté cierta reticencia ante la medida, sobre todo por la posibilidad de las parejas homosexuales para, por fin, registrarse de forma legal y acceder a los mismos beneficios que tenemos todos los ciudadanos.
Pero a pesar del general descontento, lo bueno de tan agradable conversación (por llamarle de alguna manera) fue que ustedes, los más acérrimos conservadores y los más intransigentes fanáticos pudieron desahogarse un poco.
Allí, como en otros espacios, han expuesto sus miedos, sus traumas, sus deseos ocultos; han despotricado y zapateado, insultado y discriminado, para luego —irónicamente— exigir respeto y tolerancia sin habérselo ganado.
Han usado el impersonal espacio digital como la tarima de la tozudez, liberando de sus cuerpos esos demonios en los que creen con tanto fervor. Y podrán seguir haciéndolo, por supuesto. Pero lo bueno de un país en el que comienza a madurar la democracia, es que poco a poco se empiezan a respetar los derechos y no se los negocia ni se los somete a referéndum. Se los ejecuta; y si no, quienes se afectan por su falta de aplicación los conquistan con la lucha de los argumentos.
Es una pena para ustedes, estimados carcundas, que nunca se haya estipulado en ninguna parte el derecho a la no ofensa, o el derecho a la discriminación. Siéntanse, pues, ofendidos —si gustan— todo lo que quieran. Exhorten a sus coidearios, "a los ángeles, a los santos, y a vosotros hermanos que intercedáis" por que aquello que tanto detestan se vuelva ilegal y penado. Reclamen a su Dios Todopoderoso para que nos mande más temblores; apelen a la destrucción de la familia, de la sociedad, de los valores, de la humanidad, del honor, de los principios; hagan cadenas de oración y escriban misivas virulentas; citen los versículos acomodadizos de La Palabra; expulsen su rabia con diatribas iracundas en las plazas… en fin, hagan lo que les dé la santa gana (nunca mejor dicho).
Pero los derechos ganados son irreversibles. Así que, aunque se paren de cabeza, queridos reaccionarios de mi patria, no podrá volverse atrás.
Lo siento mucho por ustedes… no, no es cierto. En realidad, me alegro por su desdicha. Que tengan un feliz resto de la vida.